jueves, 7 de diciembre de 2006

Palomas

Va entregándose, acaso, al placer de una tarde de sol a solas con el viento. La plaza, gris a pesar de todo, se extiende ante sus piernas con miedo, con ganas de huir de su isla maldita de palomas y árboles hostiles. Se sienta en un banco y observa el panorama de todos los días.
Hoy es jueves, es casi verano, es caca de perro, es baldosas flojas, es nublado, es tiempo perdido, es una entrada para el concierto en el bolsillo.
Saca de su cartera el almuerzo y lo examina distraidamente, mientras echa miradas furtivas a todos lados. Odia que la observen comer. La soledad le indica que es una buena hora, porque nadie come ya, todos retornan a casa o a la rutina que aún no acaba, todos se ocupan de sus papeles y su dinero, todos encuentran o parecen encontrar lo que buscan.
Las palomas le echan una mirada de lástima y se acercan con prudencia para caer simpáticas, pues saben que de eso depende también su almuerzo.
Ella estira el cuello, la frente en alto, las manos maniáticamente limpias y las mira con desdén. Después de todo, no es tan mala hora para disfrutar del placer casi prohibido de ese almuerzo que ha retardado por semanas. Con una extraña culpa, hinca sus dientes en lo que sea que ella misma ha preparado, cierra los ojos por un instante y le parece verse desde fuera de sí misma, con la sensación de bienestar invadiéndola pero haciendola sentirse ilegalmente feliz.
La noche es fría hoy, la ciudad duerme. Solo el bostezo apagado del sol le ha dejado a las palomas un algo de aventura. Retozan cómodamente entre unos cabellos rubios que ya peinan severas canas. Casi ni se mueven, gordas y pesadas, duermen tranquilas con el estómago lleno.

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