Me cuesta muy poco enamorarme de las cosas, pero estaba completamente ciega para esta ciudad. De pronto las tardes empezaron a enfríarse y voces de recónditas partes comenzaron a cantar maravillas acerca de este lugar. Entonces caí en la cuenta, en la gracia, en la certeza de poder y querer amar esta ciudad, de caminar por cualquier calle sintiéndola mía, de que cada día fuera una celebración de su existencia.
Las noches ponen más sonrisas en mi cara y de pronto encontrarnos porque sí, en cualquier esquina, intercambiar humos, bebidas, risas, palabras en diferentes idiomas, se vuelve un elixir entrañable.
Y reconocerme en esa naturalidad que otros admiran, poder jugar toda la noche a evitar dejar caer un globo, bailar cualquier música, soportar el frío en pos de los amigos, tener esas ganas locas de gritar que la quiero.
Empiezo a amar esta ciudad como hace tiempo supe amar otras. Quizás sea el desayuno a la inglesa en esa casa fría y el balcón con mates y música, poder guardar un silencio muy cómodo con personas apenas conocidas, querer que llegue la tercera semana de julio y abrigar mis pies en otros pies.
Quién sabe.
Qué importa.