jueves, 21 de octubre de 2010

Atropelladamente algo

Porque a veces un poco o no queda nada, pero siempre algo, creo que sí, que me nace, el avión gastado de mis siete años, que aparecía siempre, juro que era el mismo, cuando almorzaba, apurada para ir a la escuela, en el porche del fondo, mi abuela alimentando la vagancia que seguramente deje en herencia a quién sabe si generaciones. Aunque a nadie, ya era grande, después, con diecisiete, hablaba de no nacer, de no regalar pares de ojos al mundo, hoy leo letras deformes, que no parecen mías, en cuadernos con olor a humedad, me digo que es demasiado cliché, eso, oler cuadernos con humedad que contienen viejos textos. Pero igual los miro. Y soy demasiadamente otra. Aunque ninguna, una parte, la fiebre de eso que empezó por ser nostalgia, eso que, juro, era mejor que ahora. No de verdad, sino distinto, manteniendo proporciones. Yo creo que porque una sabe más. Cuando nada sabía, cuando tenía diecisiete y escribía poemas demasiado lindos para mi edad (o demasiado terribles, no aptos ni para mí como público) tenía la certeza del camino hacia adelante, la voluntad de recorrerlo, una fina, finitísima certeza de precocidad que alimentaba, inconscientemente, el ego. Hoy veintidós es nada, a veces malgasto tres o cuatro palabras en renglones que no me gustan. Perdí mi libreta, debe estar enterrada entre papeles y cosas que se amontonan sobre el escritorio. No tengo excusas para escribir en los ómnibus y las plazas ahora me miran con cara de pocos amigos. Pero alguna vez fui esas libretas. Tuve veinte, diecinueve, después veintiúno y quizás por algún tiempo, después, unos breves dieciocho repetidos. Fui enteramente sabia, como son sabias en algún punto las personas que ignoran todo. El pronóstico me anunciaba grandiosa, probablemente con el pelo largo y una sonrisa Colgate.
Yo fui uno a uno desatando los nuditos, pelando cables de teléfono, levantándome más y más tarde hasta atrasar completamente los relojes. No hay pronósticos y densamente nublado. Probabilidad de precipitaciones. Aguanieve. Cara al sol con vientos huracanados que ya no me despeinarán porque no tengo el pelo por las rodillas.

jueves, 14 de octubre de 2010

Mariposas y cometas

El domingo hubo sol. Hubo mariposas en algún lugar en que no estuve y también cometas que no vi.
Aún así, todo eso se intuía.
Caminaba adjunta a las condiciones atmosféricas, los últimos momentos de una feria que me hace descubrir un libro hermoso y regordete, "se lo dejo en 160", pagar y seguir, mirar, ejercer el ritual del almuerzo comprado en el mismo lugar cada vez que una anda por allí.
El domingo hubo sol adentro de los arrolladitos primavera, de los cereales dulces, de las pocas palabras relojeadas entre las hojas, en la plaza de los 33...
Otro lugar lleno de libros me hace levantar la cabeza y lo veo. Sonrío. Un enorme libro reposa en la estantería más alta de un puesto que engaña diciendo que todo son ofertas.
Freud. No el psicoanalista, el otro.
La gente interrumpe el paso, apenas una puede preguntar el precio, pero la masa también ofrece abrigo, hace pasar desapercibidos los ojos que amenazan con anegarse, taladrados por recuerdos en cascadas.
Freud. El otro. La misma época, la primavera de otro año visita ese instante y se llena de una mezcla de nostalgia y paz, una recuerda el encantamiento por ese pintor que alguien supo darle a conocer, en una primavera en que todo era detalle, mimo y canción.
La calle principal, en domingo, me hace respirar hondo. No es la avenida alienante de los días de semana.
Bajo al subte, miro fotos y siento escaparse la primavera allá arriba. Salgo encandilada por un sol que me susurra al oído que aún queda día por delante y algo, sin saber por qué, me recuerda el sabor a los muffins de Great Harvest que llevan (y suspiro al sacar la cuenta) siete años sin visitar mi boca.
El día se puebla de largas caminatas. Freud, el otro, sigue en mi cabeza. No es el mismo libro que vi por fotos, con una recomendación emocionada, en aquella otra primavera. Maldigo no haberlo ojeado.
Recuerdo las cosas que me gustan de él, las perspectivas forzadas, el realismo combinado con una antinaturalidad casi caprichosa, los rostros y cuerpos hechos de pinceladas, los retratos inquietantes. Las cosas que me gustan de él, de Freud, el otro Freud. Y también, despacio y con serenidad, se cuelan las cosas que supieron gustarme de él, del otro.
Sonrío... es como las mariposas y las cometas que no veo, pero intuyo.



sábado, 9 de octubre de 2010

Café con leche (parte 3)

Tenía una suerte de mitología personal en la que se permitía ciertas máximas excéntricas o risiblemente categóricas.
“Días raros, los nublados”, se dijo, al salir esa mañana. No estaba elaborando un pensamiento sino repitiéndose una frase, construida dentro de esa mitología, que ya daba por hecha. Miró el cielo con un desencanto aumentado, adquirido por la noche, propulsado por el extraño comienzo del día y potenciado nuevamente con la contemplación del firmamento.
Pensar el cielo como “firmamento” le llevaba a asociar, inexplicablemente, una relación similar entre “tela” y “lienzo”. Reconocía la deformación profesional, pero devenir más de una vez en esta conclusión le hacía creer que la comparación estaba resguardada a salvo en alguna parte de su cerebro y que no era un mero accidente o una construcción poética momentánea.
Cielo-tela, lienzo-firmamento… Y aunque no lograba conectar del todo esto con la idea que tenía sobre dicha comparación, le parecía de una lógica obvia, pero inexplicable por él.
Ahora esto se sumaba a su estado de las últimas horas. Las conexiones que le parecían imposibles de explicar le sobrevenían una y otra vez, como una fuerza brutal desconocida atentando contra las últimas barreras de cordura que por entonces gobernaban algunos episodios de su vida.
No sabía cómo plasmar un color que tenía clarísimo en todos sus sentidos, no podía explicar la relación doble entre cielo-firmamento y lienzo-tela, aunque le parecía adecuada y convergía en un montón de aspectos que desde su trabajo solía abordar. Sin dudas el cielo encapotado le turbaba también las ideas.
Quizás la noche anterior ya estuviese así de nublado y era allí donde había comenzado la neblina en su percepción. Este último pensamiento le hizo sonreír de costado, en medio de la caminata rutinaria hacia el supermercado; le daba cierta esperanza, que su espíritu pesimista se encargó de despejar.
Se aprovisionó de cosas importantes sin dejar de meditar que le esperaba un día raro, complicado, apelando a un paralelismo psicocósmico de pacotilla, mezclando lo más banal y lo tangible, con sus devenires existenciales.
El día se hacía insolentemente visible para él. Sin dudas prefería la noche.
Acostumbraba disfrutar secretamente los días de trabajo, casi sin confesárselo a sí mismo, pero no se comparaban a la encantadora potencia de la noche. Para comprobar esa máxima sobre los días nublados, estaba siendo un día raro desde que algo le había hecho levantarse a la mañana. Generalmente dormía hasta tarde, como haciendo ruido para el día, intoxicándose de sol perdido, de los beneficios, que le propinaban las horas antes de las tres, desperdiciados. Dormir poco, además, lo involucraba en situaciones de malhumor que sólo sufría él para consigo mismo.
Pasó por un bar en que el pizarrón con el menú le hizo recordar en qué día vivía, pero luego de reaccionar ante el descubrimiento de que lo ignoraba hasta el momento, decidió que no era para nada importante. Uno más.
“Pero no uno menos”, se dijo a sí mismo, sin saber mucho qué significaba aquello.

La noche también estaba nublada, pero hacía calor y a través de la ventana abierta olía la luna oculta, imaginándola hermosa pero con un gesto desconocido, por encima del vagón de nubes que todavía marchaba a paso lento por la ciudad. La sabía luminosa, por un instante quiso que lo sorprendiera algún rayo poderoso, capaz de atravesar la espesura de algodones y bañarlo hondamente. Jugaba con la idea de un baño lunar que pudiera curarle aquella apestosa languidez creativa.
La luz del contestador parpadeaba desde que tenía recuerdos de ese día…

lunes, 4 de octubre de 2010

Café con leche (parte 2)

El suelo estaba frío, pero agradable. La sensación táctil en ese extremo de su cuerpo lo llevó a pensar que no recordaba cuándo ni cómo se había quitado los zapatos y las medias. Se miró el resto del cuerpo: seguía vestido.
A veces pensaba su vida en tercera persona, relatando los momentos -por más intrascendentes que fueran- como si estuviese escribiendo su propia historia: cada tanto algún capítulo suelto que se perdía entre marañas de pensamiento y cosas que ocupaban su mente a diario.
Entonces prefería no empezar los capítulos pensando (hablando en silencio) que el despertador sonaba y volvía a la vigilia, porque le parecía cliché. Prefería identificar cosas más particulares de su comienzo del día y empezar a relatarse a sí mismo alguna sensación física que le trajera pensamientos de otro orden, alguna anotación mental sobre lo primero que pensó al clarificar su mente, algún resto de sueño del día anterior, pero evitando, nuevamente, caer en lugares comunes. No se permitía "despertar sudoroso luego de una pesadilla", aunque efectivamente a veces le sucediera eso, ni tampoco comenzar a relatarse mudamente todo un sueño y luego darse cuenta, para sí mismo, que en realidad estaba despertando a otra cosa.
Se levantó y fue directo a la cocina, tenía una molestia en el estómago. Sentía una especie de abismo en las entrañas, como si algo le faltara, que no era exactamente una sensación de hambre -aunque no recordaba la última vez que había ingerido algo que no fuera alcohol-. Abrió un armario y sacó algo de pan, pensando inmediatamente en que debía comprar más y buscando en la heladera algo untable con que acompañar esa pobreza matinal.
Instintivamente, más por algo adquirido desde la infancia que por planear un desayuno, decidió curar esa especie de inanición con algo que le llenaba el estómago, según recordaba, y lo engañaba por un rato.
Revolvió el café con el azúcar, con unas gotas de agua, lo batió, miró esa sustancia amarga y dulce a la vez, que siempre -seguía con recuerdos de la infancia- le daba ganas de ingerir en ese estado casi sólido. Vertió la leche, revolvió, puso la taza en el microondas, esperó.
No fue sino hasta que se sentó en un sillón incómodo que constantemente le hacía pensar en que debía conseguir uno nuevo, hasta el momento en que terminaba de tragar el pan con mermelada y se disponía a reposar en el sillón y a beber el contenido de esa taza, en que comenzó la cascada de recuerdos de la noche anterior.
Una angustia le revolvió el estómago, que giraba como el café con leche de la taza al que recién había sacado la cuchara después de revolverlo por inercia durante unos minutos. El color imperfecto del café con leche hacía estragos en los principios de esa obsesión que sospechaba. La solución más fácil que se le vino a la mente (aunque pintoresca, no podía negarlo) era muy tonta: pintar con eso mismo, con el café con leche de esa mañana, pero ni bien concibió la idea, la descartó con un bufido y una sensación de rechazo hacia sí mismo. No sería la primera vez que alguien pintara con café, tampoco que alguien lo hiciera con una sustancia diferente a los pigmentos convencionales, justamente su pretensión no era la de trasgredir en los medios sino curarse a sí mismo de la pavorosa sensación de inutilidad que estos le daban, a los efectos de lo que se proponía.
La empresa lo obsesionaba, como ya había predicho. Recordaba, mantenía en su retina todos los rasgos de esa mujer de sonrisa imperfecta y linda, la forma en que las partes de su cara combinaban a la perfección a pesar de parecer tomadas de diferentes personas. También recordaba a la perfección su piel y su color, pero no era capaz de concebirlo empíricamente como lo era para él.
Se quedó mirando el café con leche hasta que pasaron quién sabe cuántos minutos en que la superficie ya no giraba, la espuma casi no existía y quizás estuviese un poco frío. No pudo tomarlo, se paró de golpe y fue a tirarlo a la pileta de la cocina, dejándolo caer al azar.
No podía ser, pensaba, mientras recibía nuevas sensaciones punzantes en alguna parte de su cuerpo parecida al estómago o la cabeza, mientras veía cómo esa sustancia se desplegaba mágicamente sobre el plateado oscuro de la superficie de la pileta, alcanzando tonalidades fluctuantes que -se juraba y perjuraba- sólo había visto aquella noche y una vez más se le escapaban, se iban, literalmente, por el caño.