miércoles, 30 de octubre de 2013

Siempre nos abrazamos en la Plaza Independencia

Se vienen tiempos de cambio. La niña que más quiero en el universo me da su bendición y se me acomoda el alma.
Se siente el aire fresco de otros que cambian a mi alrededor, de las amigas tan distintas que encaran sus proyectos dispares al mío. Nos une la novedad, el miedo al borde del trampolín, las cosquillas en la panza, y casi que visualizo todas esas emociones que compartimos como si estuviéramos tomadas de la mano, en ronda, riéndonos hasta que nos duela la panza, de nuevo con dieciséis años.

La plaza tan fría nos quiere siempre en verano. Tal vez para vernos menos cabizbajos, para no sentirse culpable de ser madre de todo tipo de encuentros y a la vez desproteger con azar y viento a sus habitantes.

Ya no evito los comienzos. Y me juro y perjuro dejar de evitar los finales. Reviso listas hechas hace media década y compruebo punto a punto los logros. Puntos para mí, marcar en la pizarra. Recordar para batallas futuras. Me escasean las metáforas. Por eso hago público mi amor por ciertas personas de forma literal, explícita, cuerpo a cuerpo, en momentos como una charla de adultas entre mi hermana de nueve años y yo. Correr a recordarles a todas ellas cuánto las quiero, en la distancia, entre el rumor de máquina con que nos martilla la rutina.

Y las plazas siempre serán mi micromundo, mi vara de medir, ocasional refugio, puntos rojos en el mapa de la memoria. Siempre nos abrazamos en la Plaza Independencia. Por cada encuentro hay una despedida, un número par de abrazos. Voy a extrañar las plazas, esos testigos de mi andar urbano que no envejecen ni se desenamoran.

Siempre nos abrazamos en la Plaza Independencia, Sur. Desde el primer día de los primeros tiempos, hasta el primer día de los tiempos de paz. Y volverá el abrazo. Siempre.