martes, 17 de julio de 2012

Sobreentendidos

(texto de 2009, rescatado del olvido...)

Iván no va a explicarle, por enésima vez, que se tiene que dejar ayudar si realmente quiere mejorar en algo. No va a repetírselo y, aunque sea lo único que está dispuesto a decirle cuando al fin alcanza la puerta y toca el timbre, sabe que no lo hará. Abren. ¿Quién abre? alguien abre, saluda, lo conoce. Se conocen. Intercambian las palabras de siempre.
-Pasá, pasá.
Y traga, en silencio, pero con tristeza. En el trago se le van las fuerzas y las ganas de repetir las explicaciones.
Sube, está oscuro. ¿A quién busca? Fugazmente se le cruza esa pregunta y se ríe con amargura. No lo sabe. No lo sabés, Iván, es cierto, no sabés con quién te encontrarás hoy detrás de la puerta amarilla. Pero lo reciben con el pelo mojado cayendo en la cara y unos acordes de guitarra harto conocidos.
Está algo oscuro todavía, pero alguien detiene al otro antes que encienda el velador.
Está bien así, no importa.
Para qué luz, si no hay luz adentro.
- ¿Para qué luz, si no hay luz adentro?
Le leyó la mente. No importa. El silencio hace las veces de respuesta y cada uno parece gesticular o asentir, como si verdaderamente se tratara de una conversación telepática. Pero de telepatía no hay nada. Demasiado ruido.
Y ella está ahí, tarareando sin ganas las melodías de siempre. ¿Por qué no te aprendés una nueva? Y porque no tiene ganas, le dice, no sabe para qué lo llamó, que le hable de cualquier cosa, le dice, que no tiene ganas de pensar, le dice, que no le venga con la perorata de siempre, le dice. Le dice, le dice, le dice, casi como premiándolo con las palabras. Él quiere esas palabras en la lengua, en su lengua. Iván quiere que le pase las palabras como un caramelo o un beso, que le diga, le diga, pero en la oscuridad y sin sonidos.
Hace mucho tienen un juego. Nadie nunca explicitó las reglas, todo se maneja sobre un tablero tácito y en una nube de supuestos. Ambos saben que juegan, pero ninguno puede, en realidad, decir nada sobre el juego, porque en eso está su naturaleza. En algún momento ella va al baño. Él sabe que sobre su escritorio, siempre, siempre reposa una libreta marrón de hojas finas con márgenes rojos. Las primeras veces fueron tentación, aún no había comenzado el juego. Ella una vez lo notó, no lo sorprendió nunca leyéndola, pero se dio cuenta, de alguna forma, que Iván la leía. Y empezó el juego. Él también notó, en algún punto, que estaban jugando y que no era simplemente un descuido, se necesitaba su participación, tenía que leerla, tenía que enterarse, tenía que jugar para que ella aprendiera a callar, para que fuera más fácil decir sin decir. Las cosas mutaban según los caprichos de turno. A ella se le antojaba demorar menos en el baño un día, se le antojaba que Iván tuviera una producción descomunal de adrenalina para no ser descubierto, acaso hacía mucho ruido al salir, acaso demoraba uno o dos pasos más de lo esperado. Las reglas principales se mantenían pero había ciertas variantes.
Miradas con sobreentendidos, sonrisas a medias, labios mordidos por no poder poner en palabras lo que ambos sabían.
Era todo silencio, ritual de ir al baño, ritual de leer, tirarse en la cama, tomar algo y a las cuerdas les salía sangre de escuchar siempre los mismos temas, ¿pero para qué quiero más?. Y cómo te fue en clases, che, todo bien, todo tranquilo. Las cosas de siempre, se decían, mientras callaban tanto que detrás de los ojos se acumulaba la pelusa de los meses. Y para qué lo había llamado.
Ese día no. Este día no, Iván, no vas a dejar que cierre la puerta amarilla. Se dijo que no, que esa noche no, que tenía que pedir ayuda. ¿Para qué? ¿para quién? Si todo era un gran absurdo de conversaciones acerca de fútbol con el viejo, asentir con la cabeza ante las noticias barriales de la vieja, sonrisas premeditadas en cada intervalo. Si llegar y ser allí se parecía mucho al cariño desparramado, casi como al descuido, que lo sorprendió una tarde y al que tuvo que resignarse, entre mates y pan con grasa, que ella separaba obsesivamente de la bolsa de bizcochos.
El tiempo pasa, la guitarra sigue gimiendo seguridades, la libreta parece descansar de una larga batalla en el borde del escritorio. Iván vuelve a pensar en esas palabras que estaba dispuesto a decirle ni bien colgó el teléfono aquella noche y se dirigió a su casa. Y también vuelve a sentir que algo se lo impide, que al fin le parece más cómodo escuchar por enésima vez su acotado repertorio en las seis cuerdas, que hablar. Iván no va a decirle por enésima vez lo que tanto debería decirle esta noche. El silencio, único protagonista de todos los juegos y todos los encuentros y todas sus historias, se impone en la habitación de la puerta amarilla.
Interrumpís el paso, Iván, permitile levantarse de la cama y completar el ritual de ir al baño. Ella te sonríe, te acaricia la cara y le da la mano al silencio, que te mira antes de acompañarla y cerrar tras de sí la puerta. El baño por última vez. La libreta también mira a Iván y exhala.

miércoles, 11 de julio de 2012

Disparidad

A Virginia le parecía secretamente fascinante tener el apellido de un pintor de principios del XX.
Lo llevaba casi con orgullo, pero sin presumir, sin remarcar la casualidad a menos que alguien lo notase y en ese caso sonreía (disfrutaba que alguien se lo preguntara) y descartaba todo parentesco con naturalidad.
Se le había echado a perder la última berenjena, así que aprovechó la mañana libre para hacer compras y al pasar por el puesto de verduras, lo primero que hizo fue buscar con sus ojos el cajón de las berenjenas. Se tranquilizó al verlas allí, con su cáscara oscura brillando bajo el solcito débil de la mañana de invierno.
No recordaba exactamente cuándo había comenzado esa especie de fascinación (porque no llegaba a obsesionarla) con las berenjenas. Sentía que un par de ellas, puestas cual modelo para naturaleza muerta, en su apartamento, era un detalle necesario. Convivían con el resto de colores que decoraban desordenadamente y casi por azar la casa.
Hacía muchos años, en un escenario improvisado del liceo, había participado de la obra Pim-Pam-Pum, de Ionesco, en la que ese libreto absurdo sobre una peste que alcanza una población, había dado la idea a los directores de la obra de poner a dos berenjenas en lugar de niños en un cochecito de bebés. Ahora recordaba ese tipo de cosas y le parecían de lo más simpáticas.
De niña no podía entender cómo esas verduras de un tamaño tan imponente tenían una apariencia tan dispar por dentro y por fuera. Disfrutaba el sabor (sobre todo las milanesas de berenjenas que preparaba su abuela) y admiraba la superficie lisa y brillante de la cáscara, toda su forma la atraía.
Con el tiempo empezó a elaborar una secreta metáfora sobre la berenjena y tener un par de ellas en su casa era una especie de símbolo, de recordatorio para esa creencia personal. A menudo pensaba que estos vegetales se parecían muchísimo a las personas y muchas personas le habían causado el mismo efecto fascinante que le causó descubrir la naturaleza dispar de la berenjena, para bien o para mal. El aspecto exterior es tan disímil al interior que esta incongruencia hace que nos formulemos muchas preguntas acerca de este individuo-berenjena.
Entonces siempre un modelo de naturaleza muerta sobre la mesa, dos berenjenas entrelazadas aprovechando su curvilínea forma.
Se preguntaba si Modigliani alguna vez habría pintado berenjenas...


[otro fragmento, otro personaje de mi experimento de ficción]