sábado, 9 de octubre de 2010

Café con leche (parte 3)

Tenía una suerte de mitología personal en la que se permitía ciertas máximas excéntricas o risiblemente categóricas.
“Días raros, los nublados”, se dijo, al salir esa mañana. No estaba elaborando un pensamiento sino repitiéndose una frase, construida dentro de esa mitología, que ya daba por hecha. Miró el cielo con un desencanto aumentado, adquirido por la noche, propulsado por el extraño comienzo del día y potenciado nuevamente con la contemplación del firmamento.
Pensar el cielo como “firmamento” le llevaba a asociar, inexplicablemente, una relación similar entre “tela” y “lienzo”. Reconocía la deformación profesional, pero devenir más de una vez en esta conclusión le hacía creer que la comparación estaba resguardada a salvo en alguna parte de su cerebro y que no era un mero accidente o una construcción poética momentánea.
Cielo-tela, lienzo-firmamento… Y aunque no lograba conectar del todo esto con la idea que tenía sobre dicha comparación, le parecía de una lógica obvia, pero inexplicable por él.
Ahora esto se sumaba a su estado de las últimas horas. Las conexiones que le parecían imposibles de explicar le sobrevenían una y otra vez, como una fuerza brutal desconocida atentando contra las últimas barreras de cordura que por entonces gobernaban algunos episodios de su vida.
No sabía cómo plasmar un color que tenía clarísimo en todos sus sentidos, no podía explicar la relación doble entre cielo-firmamento y lienzo-tela, aunque le parecía adecuada y convergía en un montón de aspectos que desde su trabajo solía abordar. Sin dudas el cielo encapotado le turbaba también las ideas.
Quizás la noche anterior ya estuviese así de nublado y era allí donde había comenzado la neblina en su percepción. Este último pensamiento le hizo sonreír de costado, en medio de la caminata rutinaria hacia el supermercado; le daba cierta esperanza, que su espíritu pesimista se encargó de despejar.
Se aprovisionó de cosas importantes sin dejar de meditar que le esperaba un día raro, complicado, apelando a un paralelismo psicocósmico de pacotilla, mezclando lo más banal y lo tangible, con sus devenires existenciales.
El día se hacía insolentemente visible para él. Sin dudas prefería la noche.
Acostumbraba disfrutar secretamente los días de trabajo, casi sin confesárselo a sí mismo, pero no se comparaban a la encantadora potencia de la noche. Para comprobar esa máxima sobre los días nublados, estaba siendo un día raro desde que algo le había hecho levantarse a la mañana. Generalmente dormía hasta tarde, como haciendo ruido para el día, intoxicándose de sol perdido, de los beneficios, que le propinaban las horas antes de las tres, desperdiciados. Dormir poco, además, lo involucraba en situaciones de malhumor que sólo sufría él para consigo mismo.
Pasó por un bar en que el pizarrón con el menú le hizo recordar en qué día vivía, pero luego de reaccionar ante el descubrimiento de que lo ignoraba hasta el momento, decidió que no era para nada importante. Uno más.
“Pero no uno menos”, se dijo a sí mismo, sin saber mucho qué significaba aquello.

La noche también estaba nublada, pero hacía calor y a través de la ventana abierta olía la luna oculta, imaginándola hermosa pero con un gesto desconocido, por encima del vagón de nubes que todavía marchaba a paso lento por la ciudad. La sabía luminosa, por un instante quiso que lo sorprendiera algún rayo poderoso, capaz de atravesar la espesura de algodones y bañarlo hondamente. Jugaba con la idea de un baño lunar que pudiera curarle aquella apestosa languidez creativa.
La luz del contestador parpadeaba desde que tenía recuerdos de ese día…

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