miércoles, 10 de diciembre de 2014

Largo

Caí en la cuenta de que la soledad es un puto 166 a las 5 de la mañana, lleno de gente a la que no le importo.

Casi me estoy quedando sin provisiones en la trinchera, estirando las últimas monedas para pagar la sube, haciendo durar el dulce de leche para que siempre haya con qué bajonear y comprando porrones de cerveza porque no te banco un litro de un tirón. También me estoy quedando sin excusas, sin disculpas, sin listas de todas las cosas que podría haber hecho distinto en el último y más decisivo tiempo de mi vida.

Y la soledad es no tener nada acá a la vuelta donde conseguir más provisiones, volver tarde-temprano, cuando está amaneciendo, ver por el balcón que la ciudad se despierta con menos ganas que yo de irme a dormir y, aunque siempre me haya gustado volver al amanecer, hay algo extraño en el humo matutino, en el café que huelo cuando ya me acosté, en las manos apretando ese aparato endemoniado con mensajes crípticos y cargado de recuerdos. Presiono el botón. Leo la hora. Contengo las ganas de estrellarlo contra la pared. Me duermo.

Sueño con Yoda, que me pasa energía para sanarme, y me despierto entre angustiada y sonriente.

El día da como para algo más, pero sólo escupo un buenosdías y me dedico a automarginarme, a mirar todas las boludeces que podría estar haciendo con total impunidad.

Me doy cuenta que lo que me pasa, en parte, es un agotamiento del poder de iniciativa, como si alguien me lo hubiese succionado todo.

No me le animo a esta libertad, todavía, así que dejo a unas dos o tres personas plantadas y me vuelvo a dormir.

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