martes, 15 de enero de 2008

verano en Montevideo

Escribo desde un día de silencio. Después de acumular notas, montañas y montañas de pequeños sucesos guardados en la memoria para reproducir en alguna ocasión, llego ahora con las manos vacías.
Las manos vacías y el corazón cansado, la cara quemada por el sol, los ánimos de unas vacaciones truncas atándome los tobillos.
Alguno que otro recuerdo se cuela en estas noches en que el calor, a diferencia de otros años, permite dormir. Aún así, hay una pequeña vigilia, estimulada por largas horas de sueño previo y la televisión, que hace posible unos minutos de reflexión. Recuerdos de playas solitarias y juguetes de colores, recuerdos de amores imposibles, de olas estallando contra toda voluntad, de meriendas felices, caramelos ácidos y de ser la última en las carreras de bicicletas.
Hay también recuerdos de cataratas y montañas, de animales exóticos, de amigos y niños ajenos.
Tantas vacaciones tan distintas hacen que me sea imposible de creer la perspectiva de un verano soso y sin nada interesante por hacer.
He tenido que resistir tentaciones, ahogar llantos y traer mi mente de regreso de viajes imaginados, de huidas con desconocidos, de recuerdos de aquel pequeño invierno que tuve en enero.
Montevideo es un fantasma que rechina los dientes. Yo me conformo con este sector de casitas bajas y una sola avenida, con las odiosas ferias de los jueves y los domingos, con el color espabilado de quienes no pueden viajar al mar.
Algún día tendré que visitarla, que acordarme de las plazas que olvidé en el centro, corroborar si no han huido con mi ausencia, si me han extrañado las palomas, muy a pesar de que sigo en su mismo mapa, en la misma ciudad, solo que más al norte.
Y enfrentaré entonces mis miedos y mis nostalgias, los ojos de quienes quedan, los bronceados de los de la primera quincena, el tedio de volver a clases.
A veces algo tan simple como una llamada a la una de la mañana me hace creer que de nuevo todo vale la pena.

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