sin saber cómo nace, si del agua o del viento, o de alguna corriente subterránea, así, sin saber de dónde viene, tan humana (o más) es la ola.
ser estratagema absurdo, pieza de rompecabezas del mundo, un asunto de ganar o perder estrellitas de madera en las alfombras.
era para histeriquear en los vidrios, al sur de la calle, de todas las calles, o de algún empedrado amarillo que recorriéramos empinados y sin tocarnos apenas las manos.
como cuando nos abriga la espuma, dijo, calló también (que es una forma de decir), mientras se arrastraba hacia la orilla, con su panza marrón envolviendo dos o tres cabezas que nada sabían de su futura espuma, de las gárgolas de arena en sus sueños.
ser anterior al trueno, besar la noche junto a la luna cúnea, amagar felicidad y tiempo, un sonido que otros buscarán en un caparazón inexistente.
cuando los pies asienten con dedos mojados, cuando se absorben kilómetros perdiendo la cuenta, cuando son cuatro los tobillos que agujerean tiernamente la orilla, cuando un manojo de tardes es nomás una única e irrepetible caminata infinita hacia la nada, entrecerrando los ojos en esa arena íntimamente fina. cuando volvemos, hacia el oeste, cuando es hora y atardecer sin gusto y adiós y nada.
la ola advertía un peligro.
el mar amanecía demasiado espléndido para una ola común. la ola masajeaba sus profundidades, aletargaba sus manos de corales olvidados, de cascos de barco, sabiendo su destino fatal en una playa. aparecía de repente entre dos cuerpos para despeinar las ganas.